lunes, 2 de julio de 2012

MEDITERRANEO


En su éxito Colours, Donovan Leitch, Chato de Glasgow para el mundo de la farándula, prometía no utilizar jamás la palabra libertad en vano. Yo también soy muy prudente en el uso de algunos términos. Me ocurre, por ejemplo, con el verbo detestar… demasiado rotundo, áspero, irrevocable como un portazo.   He querido documentarme sobre el término antes de sacarlo a la pista. Pensaba que detestar sería, en otra época, sinónimo de decapitar y que en algún diccionario encontraría  la siguiente entrada: Detestar: arcaico. Cortar la cabeza. Decapitar. Pero una cosa es el aroma que uno cree percibir en las palabras y otra  el sabor que – como en los melones sin calar - encuentra al abrir el diccionario. Por  ejemplo, siempre pensé que diletante significaba lento en la toma de decisiones o que bizarro era en realidad Pizarro en uno de esos días en que la barba se le volvía inexpugnable a la espuma de afeitar  y a las cuchillas más afiladas. Ni una cosa ni la otra. Lo mismo me ha ocurrido con la palabra detestar.  Una breve inmersión en internet, propia del diletante que soy, me habla del origen indoeuropeo del término, emparentado con el árbol inglés, tree, y con el testigo y el testamento romanos. El detestado es aquel que, como el árbol mudo,  permanece ajeno a los hechos que presencia, expulsado por los dioses del centro de acción, devaluado a la condición de mudo testaferro. Don Tancredo en la corte del Rey Argeo.

Para mejor comprensión, debo ilustrar el caso con algo realmente detestable y merecedor de ser arrojado  con furia y con la venia de los dioses a las tinieblas exteriores.  Sin duda lo peor son las descripciones exhaustivas de las situaciones que aparecen en algunos textos.  Y si no soy un gran lector, ni tan siquiera pequeño,  es culpa de párrafos como este: el camino, apenas un sendero trazado en el vasto páramo, se veía cubierto de cantos rodados, primorosamente seleccionados y ordenados en geométricas formas, aquí poliédricos caprichos,  allá elipses concéntricas, y aún más lejos esferas reverberantes a la luz cenital, blancos en su mayoría y formando una suerte de pétreo tapiz flanqueado – ¡¡¡atención!!! - de cipotes, rododendros y abedules cuyas hojas amarilleaban por la inesperada y excesivamente madrugadora llegada del otoño.  Por allí transitaba cabizbajo y harapiento el hombre de la barba rala e hirsuta cabellera.… Entiéndase aquí cipote en su acepción de mojón de piedra. En contra de la intención del autor, y precisamente por lo detallado de la descripción, al protagonista le llevaría toda una vida, la suya propia, llegar a entender por donde estaba transitando y si el hecho de que los cipotes y los rododendros le salieran al paso, tendría alguna consecuencia en su vida, enfrentado, como todos lo estamos, a distinguir entre lo contingente y lo necesario. De ahí su bizarro desaliño.

¿Habrá alguien a quién le importe si la alfombra estaba flanqueada por rododendros o por arbustos del inevitable boj? El autor podría haber construido un micro relato, género tan en boga,  diciendo sencillamente que  el viejo, al percatarse de sus circunstancias – el sendero de cantos rodados, los cipotes, los rododendros y los abedules -  se sumió en un caos interior del que jamás saldría.

A lo que iba, y para no perderme en el espejismo hiperrealista, simplemente diré que sucumbí a los encantos de la vida a pleno sol, por fin descalzo, en las playas del Mediterráneo al que conocí allá por los años setenta. Allí encontré unas cuantas respuestas en el viento. Tal como me había sido anunciado, escondido tras las cañas dormía mi primer amor. La tierra de Marisol, la gran bola de fuego viajando a diario de levante a poniente ante mis ojos estupefactos, los pies clavados en la arena mojada, la imagen más vívida del desarraigo. Todo contingencia. Todo necesidad. Fin del misterio.