lunes, 25 de diciembre de 2017

EL VIAJE SOÑADO II



CUENTO DE NAVIDAD



Lo sabía. 
Sabía que el Padre Igartua podía convertir el viaje soñado en una pesadilla. Él se las da bien para estos menesteres. Tiene formación, experiencia y ganas. Además maneja la información exclusiva que proporciona el confesionario. Jugador  profesional y ventajista. Y Rebeca... tan influenciable. La injerencia del capellán en  nuestra intimidad resultaba insoportable. 
   Hubo viaje, claro que lo hubo. En la primera jornada, Nochebuena, recalamos en un puticlub de carretera abandonado, el de la imagen. Hice leña de los marcos de las ventanas y prendí una fogata en lo que debió ser el bar. Allí seguía en pie la barra cromada. Supongo que las chicas se contorsionaban agarradas a ella haciendo striptease... de acuerdo, lo admito: conocía el lugar. Había acudido un par de veces. Tal vez tres, pero siempre lo había hecho como espectador, sólo para mirar. Como quien fuma marihuana sin tragar el humo. Llamé por el móvil a mi chófer que de seguido se presentó con una fuente de canapés de paté de oca con trufas y dos langostas termidor. Una vulgaridad, lo reconozco. Bebimos a morro una botella de Dom Pérignon Rosé. Sentados en el suelo, comimos con ansía porque habíamos hecho una primera etapa caminando más de 20 kilómetros cargados con dos mochilas, artificialmente engordadas con periódicos estrujados. Me compré dos bastones de trekking en Decathlon para facilitar la caminata. Ella, más tradicional, me pidió que fabricase un cayado de aspecto bíblico. Así lo hice con la rama de un sicomoro. Al calor de la hoguera y del segundo trago de champán, Rebeca se empeñó en convertir aquel antro en un convento para redimir a las Nigerianas Descarriadas de los Polígonos. Lo dijo y vi el poster de un grupo punk: NDP. Sabía que aquella estancia del cura en Naiyiria no habría de traer nada bueno a nuestras vidas. Maldito entrometido. Yo estaba dispuesto a permitir que gobernara los ayunos y abstinencias de nuestra alcoba, pero hacerme comprar este derribo y erigir un convento africano en su lugar se me hacía un trago difícil de pasar.      
   Rebeca, cariño, esto es una casaputas en ruina, dije yo. Mejor así, más mérito, replicó ella. Y quiero que sea de clausura, añadió. Y dije yo por zafarme de la embolada: pero si las nigerianas ya estaban recluidas y vigiladas por unos tipos de aspecto realmente inquietante. ¿Piensas encerrarlas otra vez? Creo que fui políticamente correcto y cualquier feminista se habría avenido a razones y habría desistido de la empresa redentora. Rebeca, no. Según el consejero de mi esposa, el nuevo panteón estaba ahora habitado por una nueva trinidad.

  1.  El dinero, 
  2.  El sexo y 
  3. La búsqueda de la eterna juventud. 
   Sus templos eran los bancos, los puticlubs y las clínicas de cirugía plástica. Y allí estábamos Rebeca y yo, convocados desde el más allá para derribarlos. Domingo Igartua nos había asignado el número dos, los garitos de perdición. Y eso para empezar, dijo. 

¿Cuándo podré disfrutar de una navidad tranquila, fumando mi pipa junto a la chimenea y leyendo a Proust? 

    Como ya dije, estaba dispuesto a hacer cualquier cosa con tal de satisfacer el deseo de ella por emprender ese viaje distinto a todo. La primera etapa cubría sobradamente expectativas. Antes de tumbarnos en las camas turcas que nos había traído el chófer, Rebeca puso un wassap que años más tarde habría de leer, cuando revisé a escondidas y a fondo su teléfono celular: Padre Txomin: primera etapa sensacional. Nunca pensé que redimir fuera tan apasionante
   El fuego se había extinguido, la ropa y las mantas olían a chamusquina y hacía un frío del carajo en aquel antro.

domingo, 24 de diciembre de 2017

EL VIAJE SOÑADO I


Mis desvelos por hace feliz a Rebeca llevándola de vacaciones a destinos de ensueño nunca lograron calmar su deseo de disfrutar de lo que ella llamaba unas vacaciones diferentes. Me sentía vulgar, frustrado y, por qué no decirlo, un tanto dolido. Había gastado una fortuna visitando los mejores resorts del Caribe y Las Maldivas. Nos alojábamos en el Grand Hyatt cuando los negocios me llevaron a Bombay o en el Scala si tocaba tocar Buenos Aires. Éramos habituales de los camarotes VIP del MS Queen Elizabeth cuyo capitán, un pipiolo de Citta Vecchia embutido en un uniforme entallado – llamarme Tomasino si prega -  no podía prescindir de nuestra compañía a la mesa en las veladas de gran gala donde Rebeca daba cabezadas de aburrimiento mientras il capitano proponía juegos de palabras y narraba increibles historias de viejo lobo de mar. Yo era consciente de que Tomasino tiraba los tejos a Rebeca y soñaba con llevársela a contemplar la luna llena desde el puente de mando para luego, con mucho más detalle, examinar sus cráteres a través del telescopio extensible que guardaba en su camarote todo  revestido de terciopelo escarlata. Una vez dentro,  Tomasino miraría fijamente a Rebeca mientras alargaba tramo a tramo el telescopio en evidente metáfora de sus expectativas. Y confieso que no me habría importado presenciar los devaneos de Rebeca con il capitano. La satisfacción de Rebeca estaba por encima de todo y un buen par de cuernos servirían de perchero donde colgar las decenas de sombreros, boinas y gorras que Rebeca y yo nos regalábamos y con los que nunca nos tocábamos. Mi sentido práctico me decía que el fin justifica el bochorno, y sin embargo era precisamente el pragmatismo del que yo siempre presumí lo que más irritaba a Rebeca y la llevaba a bostezar en mi presencia sin molestarse siquiera en tapar su boca de fresa con la mano.  Sí cariño. Un perchero para los sombreros nos vendría genial, dijo sin saber de lo que hablaba cuando consiguió cerrar las fauces. En el hall quedaría ideal.

Ella enseguida se cansaba de los lujos puestos a sus pies e insistía una y otra vez en probar algo nuevo y sobre todo, distinto. Por eso decidí consultar con nuestro director espiritual, el padre Domingo Igartua y preferí hacerlo acudiendo a la intimidad del confesionario para asegurarme de que mantuviese la boca cerrada. Igartua, apasionado de su tierra y sus caldos, era un cotilla metido en una sotana y sólo el secreto de confesión podría contener sus irrefrenables deseos de revelar misterios y dar primicias.  Sin embargo comprendí enseguida que Rebeca se me había adelantado, y que nuestro confesor, por no quebrar el secreto contraído con Rebeca,  se las daba de nuevo conmigo.  Ella también había querido mantener al cura calladito, secreto de confesión mediante. Estaba cantado que Igartua estaba al corriente de la insatisfacción de mi esposa por el asunto de las vacaciones, y ya puestos, también lo estaría sobre otros secretos de alcoba: ¿Con qué frecuencia frecuentas a Rebeca? preguntaba una y otra vez. Y si no,  ¿cómo explicar que el cura tuviera encima un tríptico de la agencia Viajes Soñados ofertando planes para unas vacaciones que se anunciaban como diferentes?  Precisamente diferentes, como Rebeca anhelaba. Apenas había empezado a exponer mis inquietudes cuando el páter se metió la mano en la sotana, hurgó por allí, ¿qué estará haciendo?, me alarmé hasta que vi que sacaba el prospecto. Me lo deslizó con aire de misterio. Luego dijo: “toma este leaflet. Estas son las vacaciones que os hacen falta". El padre Igartua había pasado largas temporadas de misionero en Nigeria y por eso a los trípticos publicitarios los llamaba leaflets, a los panfletos flyers y Nigeria era para él Naiyiria. Supongo también que habría adquirido  en misiones la manía de echarme el brazo alrededor del cuello y arrojarme a la cara un aliento impregnado de juanola que no conseguía ocultar una halitosis demasiado intensa para mi gusto. Ojo Igartua que los negritos lo aguantan todo, hasta que cambian de pareja de baile y se meten en la Yihad. Luego me dijo que la consulta, por no ser confesión stricto sensu sino mero coaching,  no llevaba penitencia y me despidió sin más. No charge, bromeó, como si yo fuera de la misma Naiyiria.

miércoles, 2 de marzo de 2016

LA GUERRA NUESTRA

Buenaventura de Dios, en el centro de pie, con Kasparov, a la derecha.
Invariablemente, después de la cena, con los turrones y los licores, llegaba a la mesa el recuerdo de los primeros días de exaltación y la tranquilidad de aquel primer destino de lujo custodiando el hotel donde se alojaba la delegación de la URSS. Entonces nos reíamos con la historia del ruso Kasparov.  A fuerza de escucharla año tras año,  terminamos por llamarle Caracol y hacerle un sitio en la mesa. Luego nos embargaba el desasosiego ante la forma en que vimos caer al primer compañero abatido por un disparo certero.
Padre, si no le importa, ahora un mantecado y otra copita de pacharán que estamos llegando a Guernica. Llena pues, que buena falta hace para pasar el trago de entrar en Guernica y ver lo que yo vi la noche del 26 de Abril ...

Y así, año tras año, escuchando su historia, su guerra terminó siendo la guerra nuestra.

Cada uno de los miembros de Guadaltintero ha escrito un relato. Todos están cruzados. Así comienza el de un miliciano del Batallón Baracaldo:


En la ambulancia, camino del hospitalillo, recordé algo que madre habría de repetirme una y mil veces: el apellido, que quieras o que no quieras, te lo dio padre, pero el nombre te lo tenía guardado desde que te sentí en el vientre. Él te protegerá siempre. Ni vacas ni tierras habré de dejarte. Sólo el nombre para que te guarde de todo mal.

—Camarada, ¿cómo te llamas? preguntó el camillero.
— Buenaventura de Dios Bardón —respondí y al hacerlo sentí que estaba masticando tierra.
—Manda huevos. De Dios. Con ese nombre debiste apuntarte en el batallón Ochandiano. Allí están todos los tragahostias del PNV.
—Soy del Baracaldo, de la UGT.
—Pues hoy os han dado pal pelo. Sin embargo, habéis tomado Peña Lemona. Sois unos campeones.
—Anda, déjate de películas y sácame de aquí.
—Aparte del tiro en el brazo ¿Tienes algo más?
—Creo que no. ¿Te parece poco?
—Me parece suficiente para que te den la blanca y, si tienes enchufe, te manden a casa. Has tenido suerte después de todo. De esta sales bienaventurado.
—Buenaventura —corregí.
—Eso, Buenaventura el bienaventurado.
—Coño, se llama como el Durruti —apostilló el otro camillero
—Es que en León todos nos llamamos igual —respondí, y me animé al escuchar mi propia voz bromeando.

Se puede descargar completo, junto con otros relatos del colectivo Guadaltintero, de Amazon. Salud Camaradas.

sábado, 4 de abril de 2015

EXEDRA


Os preguntaréis quién soy y qué es lo que contemplo desde mi pedestal, impávida, con el brazo en jarras y las tetas al aire, más chula que un ocho. Os lo voy a decir: me llamo Claudia, como las ciruelas, y regento un bareto de copas en Santiponce, frente a las ruinas de Itálica. Y esto es precisamente lo que estoy contemplando, o más bien vigilando por si algún julai  entra en el recinto arqueológico con aviesas intenciones expoliadoras. Un mosaico se enrolla como una alfombra y un  exvoto cabe en el bolsillo del móvil. Los ratos que me deja libre la barra del garito me salgo a la puerta y me quedo ahí fuera como si fuera una estatua para que los ladrones se confíen. Es entonces cuando pego el salto y dejo caer todo mi peso sobre el desgraciado que ha osado entrar en la ruinas. Luego llamo a los securatas que se ocupan de hacer la entrega del chorizo en el cuartelillo y poner la denuncia. Desde que me he hecho cargo de la vigilancia de Itálica los securatas se han relajado hasta lo indecible. Se quedan dormidos en el coche patrulla o se esconden a fumar porros entre los olivos. Alguno ha habido que se ha mosqueado cuando les he avisado de una nueva captura. Así está el país. Y luego dirán que hay mucho paro.  Y mientras tanto, yo velando por la conservación del legado Trajano, Adriano y Teodosio sin cobrar un céntimo.

martes, 21 de octubre de 2014

SIN NOTICIAS DEL MAS ALLÁ


Aupa chicos. Os habla el padre Domingo Igartua. Podréis llamarme ocasional y excepcionalmente Txomin en las ascensiones que haremos al Pagasarri siempre que vuestro comportamiento ejemplar os haga dignos del premio. El resto del tiempo seré para vosotros simplemente padre, o bien pater en la clase de latín y father Sunday en Introducción al Inglés. No por ello seré tres personas distintas. No me atrevería. En esta primera sesión de catequesis, y para abrir boca, me gustaría traeros aromas del más allá pero lamento anticipar que frente a la imaginación desabordada de los hombres y su inagotable capacidad para fabular, se erige la intransigencia de las leyes de la física, la química y la lógica y os puedo asegurar que lo más parecido al más allá que tenemos por acá, es la sala donde os practicamos el examen anual de rayos X, ese espacio con silencios y sonidos de submarino. Bip, bip,bip. Que yo sepa, la eternidad no dura más que los tres o cuatro segundos que pasáis aguantando la respiración. No, no es necesario que os quitéis las camisetas ahora, pero meteros la medalla en la boca no vaya a salir en la radiografía. A que se os hace eterno. Id pues en paz. 

viernes, 26 de septiembre de 2014

LA CIGARRA Y LA HORMIGA REVISITED

La resaca me impedía ver el lado alegre de la vida y sus regalos, de modo que el intenso olor a carne guisada que entraba por la ventana del patio y que en otro momento me habría impulsado hacia la nevera, hoy me levantaba el estómago.
Era miércoles, mi día vegetariano, y aunque no tendría que probar la carne en todo el día, quise romper la disciplina para superar la repulsión que me producía el aroma del patio. Entré en la carnicería y pedí la vez. Tanto me daba falda que costilla que filete cuando descubrí una bandeja repleta de orejas de cerdo. Cuando llegó mi turno tenía la decisión tomada. Compré todas las orejas porque Rebe me había asegurado que eran  ideales para hacer prácticas de tatuaje y porque durante la espera había recordado que mi vecino del rellano es un artista con las agujas. 

Le sucede con frecuencia que en el vacío de la noche tenga un golpe de inspiración y que no acierte a encontrar piel humana disponible. En su cuerpo ya no queda espacio ni para una mosca. Es un artista del tatuógrafo. Necesita carne fresca y tiene que tenerla ya. Yo, salvando las distancias, también suelo tener mis momentos de lucidez y hoy, durante la espera en la carnicería, he tenido la inspiración y los reflejos  necesarios para ordenar un plan que, sin orejas de cerdo, no es viable.
Esta noche se presentarán en tu puerta las musas y te mostrarán un hada huyendo de su jaula, un diseño de ensueño que grabarías de inmediato en una orgía de tinta y sangre...si tuvieras un soporte donde plasmarlo.  Casualidades de la vida: tengo la nevera rebosante de orejas de cerdo tan ideales como dijo Rebe. Me ofreces una importante cantidad de dinero por unas cuantas piezas. Quiero el doble. Dudas. Te recuerdo que las musas lo mismo vienen que van. Mientras calculas, quieres aferrarte al modelo que has visto fugazmente pero este se va desdibujando como una nube y cada vez se parece menos a nada. Te urge hacerte con las orejas. No sé si tengo suficiente, por favor, dame las orejas rápido, gimes. Sólo si me entregas todo lo que llevas encima, la panoja, el reloj y la sortija de oro. Por fin te vacías los bolsillos temblando, sueltas el omega y casi te arrancas el dedo para sacarte el anillo con el gran sello familiar que no te has quitado desde que murió tu padre. Ahora sí: toma tus orejas y vete. ¡Ah!,  un consejo gratis: cambia de barrio que aquí hay mucho chorizo.

Mi vecino sale corriendo hacía su piso pero en medio del rellano se gira para decirme que el dibujo se ha esfumado y que ya no necesita las orejas de cerdo. Pretende que le devuelva el botín.

- Eres un capullo. Encima de que te he enseñado una lección... Consuélate: siempre podrás hacer un guiso de orejas que aportan hierro y sodio, minerales de los que se nutre la inspiración. Pero, por favor, cierra la ventana de la cocina.

Me dirijo a la nevera en busca del primer Campari helado del día. 

sábado, 15 de febrero de 2014

CHUCHO

Foto SM
Querido chucho:

Vuelvo a la vieja Delhi solo por comprobar si la paciencia ha dado sus frutos y has logrado que el carnicero te lance uno de esos pajaritos fritos empalados y colgados del techo. Recuerdo que al volver cada noche al hotel, allí estabas, en la esquina,  con plaza fija, inmóvil, intemporal, eterno, como casi todo lo que te rodeaba. Nunca, ni siquiera cuando te fotografié por la espalda, te diste cuenta de que yo te observaba con admiración y con un punto de envidia. Incapaz de dominar la ansiedad, la zozobra y el miedo, lo dejaría todo si con la renuncia y el abandono pudiera alcanzar tu paciencia infinita, tu perseverancia en el camino, tu poder de concentración y tu indiferencia ante todo lo que no sean esos deliciosos pajaritos colgados del techo. Te parecerá absurdo que haya venido desde tan lejos sólo por cerciorarme  de que aún sigues en la esquina y de que tengo alguna  posibilidad de continuar el aprendizaje a tu lado. Tengo miedo - otra vez el miedo -  de que, al caer la tarde, cuando la ciudad se tiende perezosa al sol rojo para estallar en colores y el caos sinfónico inunde las calles, ya no estés en la esquina. No sabría donde buscarte en este laberinto de callejones donde siempre seré un extraño si no te encuentro. Esta ciudad. Tu ciudad. 

jueves, 19 de diciembre de 2013

GENTILEZA DE LA COMPAÑÍA


Cuento de Navidad


Como se verá, fue un grave desatino de la compañía aérea empeñarse en ofrecer un copa de navidad a los pasajeros en la sala de embarque. La mayoría éramos jubilados de un grupo que regresaba de Canarias. Los camareros del catering paseaban bandejas con cervezas y martinis entre los corrillos de viajeros.  Enpresaren aldeitasuna repetían en vascuence desde el mostrador porque el destino era Bilbao. Gentileza de la compañía, pues. Los aperitivos, selección de snacks del chino de las blancas luces, estaban en general maníos,  y la chacina olía a purines, pero los  viejos, a la señal de todo gratis, respondieron con el grito de "a por ellos".
Todos y todas  entramos en la aeronave pintones y pintonas prestos a roncar todo lo necesario. Pero el vuelo tenía demora y al comandante, por mantener el buen ambiente y amenizar la espera, no se le ocurrió otra cosa que invitar al personal del catering a que subiera a bordo y se trajera los restos del ágape. El Martini no era tal sino su falsificación de la marca Maritrini,  el más barato del mercado y más tóxico que la lejía El Conejo. Habían quedado muchas botellas sin abrir. Los camareros subieron a bordo tres cajas, unos 30 litros de maritrini. Todos y todas bebimos de él, más que nada porque era enpresaren aldeitasuna. Algunos ya empezaban a decir cositas en euskera. Exclamaciones básicas pero que creaban ambiente. Aupa y cosas así.  La broma duró lo suficiente para que los viejos dieran cuenta de todas las sobras del catering y para que entre las filas 2 y 12 se improvisara un orfeón que entonaba algo parecido al Boga Boga.  

Ya estábamos arriba, pues. El comandante agarró el micro y anunció al pasaje:  volamos a 30 mil píes y hemos alcanzado la velocidad de crucero. Podéis desabrochar cinturones, levantaros e ir a mear. Cura antes que piloto, pensé.  Puede que quisiera decir podéis ir en paz, pero dijo mear. Sólo fue un lapsus linguae, uno freudiano, no es que la lengua se hubiera encaminado hacia el agujero marcado con una equis.
Mi próstata,  tan susceptible, tomó la invitación por mandato y  reportó: levántate y camina ligero hacia el baño. En el check in online había clicado la casilla "sin elección de asiento" por no financiar otra raya a las amantes de los capos de la compañía aérea y porque tengo leído que en caso de accidente, estén donde estén, palman todos los seres vivos salvo las cucarachas. Resultado: última fila pasillo. Pero Dios, en sus famosos renglones torcidos, me mandó un mensaje: ánimo chaval. No hay mal que por bien no venga. Estás a medio metro del váter. Inmejorable posición de salida. Levántate y anda. Le agradecí más que nada que me llamara chaval cuando me toca soportar un tacto rectal preventivo cada 6 meses.
 
Al anuncio del comandante, y sin esperar a que nos anunciara la ruta ni la previsión del tiempo en destino, una multitud de ancianos se levantó y taponó el pasillo. Pero yo ya estaba dentro del baño con la bragueta abierta cuando escuché a la turba tratando de meterse en el otro aseo disponible en la cola del aparato. También escuché a la sobrecargo recordando a los más desesperados que los baños en la proa eran para uso exclusivo de viajeros business class.  Quiso mostrarse cercana y dijo por megafonía: a la cola pepsicola. Se hizo un silencio espeso, visible como humo. Sus compañeras azafatas rompieron el embrujo con tímidas risitas corporativas. Ante el anuncio, los desplazados de proa se precipitaron hacia los baños de popa esperando encontrar un mejor futuro para ellos y para sus vejigas incontinentemente dadas de sí. La carrera de los viejos fue tan brusca que desequilibró el avión con un súbito hundimiento de cola. Esto es el fin, pensé encerrado en el wáter, pero el piloto estaba creativo gracias al Maritrini y tuvo los reflejos necesarios para hincar el morro del avión y recuperar la  estabilidad y el rumbo. Entonces agarró el micro y dijo: a que os ha gustao... sois unos cabrones. Como hagáis la pilula otra vez, abro la trampilla del pasillo para que ensayéis pajaritos por aquí pajaritos por allá en caída libre.


Vuelta a la cola:  uno de los baños ya lucía la señal roja de ocupado porque el destino me había puesto en mi sitio y estaba dentro y ahora dispondría de mucho tiempo, y sobre todo de la tranquilidad que necesito para arrancar. Estaba tardando tanto que la azafata comenzó a aporrear la puerta preguntado si me encontraba bien. Claro cariño. Estoy tan a gusto que me voy a sentar un rato en la taza. Llama más tarde a ver si ha habido suerte. O mejor, yo te aviso cuando termine. Me alegré de llevar encima un bolígrafo que me regalaron los del Sindicato de Hostelería en Maspalomas. Pensé que era un buen momento para levantar acta de la situación. Así que tomé un cabo del rollo de papel higiénico y empecé a escribir: Ya estábamos arriba. El comandante agarró el micro y anunció al pasaje:  volamos a 30 mil píes y hemos alcanzado la velocidad de crucero. Podéis ir a mear

miércoles, 9 de octubre de 2013

2013

Foto SM
PARA ARIADNA. PARA EMPEZAR
Hola, soy Marcos.  Marquitos en casa. Hasta hace poco vivía feliz en el hogar familiar. Clase media-media emergida de la baja-baja en los años del desarrollo. Nunca faltó de nada, pero tampoco se despilfarró. Aunque a veces me resultara odiosa, debo reconocer que admiraba secretamente la austeridad de mis padres en la administración de la breve economía doméstica, un rigor contable que ellos traían aprendido de la pobreza en la que vivieron sus propios padres.
Hace unos meses que la crisis me echó del nido, reproduciendo la historia de mi abuelo cuando huyó del pueblo porque dos vacas, un prado y una fanega de tierra de labor no daban abasto a ocho bocas. Podemos concluir, por ello, que en la historia familiar hemos retrocedido dos casillas. Nadie tiene la culpa, claro.
Soy urbano. No he llegado a conocer los veranos en el pueblo, aunque el verbo veranear me trae no se qué nostalgias. Soy de bloque, de metro y pertenezco a una tribu urbana identificable. Da igual cuál de ellas, todas están contagiadas de gregarismo. Eso dice mi padre que no tiene puta idea de nada, que piensa que gregario es un seguidor del papa Gregorio - de cualquiera de ellos -  y que me pone de los nervios cuando se lanza a enumerar las dichosas tribus con pretensiones sociológicas: punkies, góticos, skaters… que escalofríos. No me ha costado demasiado acostumbrarme al ritmo que impone Bruselas y me la pela si no veo el sol en todo el invierno. A fin de cuentas cuando estaba en casa era ave nocturna y el día lo pasaba encerrado en el cuarto con el ordenador, mirando temas propios de mi tribu urbana que diría mi padre, ahora con manifiesta mala baba. De sol y naturaleza, más bien poco. Como digo, ni veraneaba en el pueblo ni falta que hacía. 

Aquí soy Marc y he conseguido un buen trabajo. Mantengo los cacharritos infantiles del aeropuerto. En realidad sólo hay uno: un helicóptero/perro azul con gorra amarilla, unos ojos pegados al parabrisas, y un hocino y una sonrisa pintados en la boca. Un euro en la ranura da derecho a dos viajes. Dos euros, cuatro viajes.  La compañía no oferta tarifas especiales por viajero frecuente, ni planes de puntos ni nada. Así son las cosas en la capital de Europa. Dos más dos son cuatro y a mamar.
No es un mal curro. Tengo que ir al aeropuerto dos veces al día. A las 12 de la mañana y a las 6 de la tarde. Entonces doy de mano, como todo cristo en Bruselas. Viajo en tren hasta el aeropuerto y vuelta. Nada más llegar a la entrada, me cuelgo la credencial al cuello. Entonces me da el subidón. Estar acreditado y pasear por los suelos acristalados con la tarjeta plastificada con el nombre bien visible es lo más a lo que uno puede aspirar en un aeropuerto. Claro que mi deambular solitario no es comparable con el poderío de esas tripulaciones encabezadas por gigantescos comandantes escandinavos, titanes de los cielos, galones y entorchados de oro, seguidos por un ejército de sobrecargos y azafatas embutidas en trajechaquetas y taconeando con garbo su camino hacia el embarque a Helsinki. Un desfile posmoderno tirando de troleys. Nada que ver, como digo, con mi paseo discreto, con mi caja de herramientas y el cajetín de recaudación de recambio bajo el brazo. Pero prefiero esta libertad de llanero solitario caminado a mi bola por este terreno pulimentado. ¿Quién da más?
Luego paso por el arco de seguridad saludando a los securatas que ya me conocen y se relajan en la inspección. Si me lo propongo podría ir metiendo poco a poco los componentes necesarios para montar una pequeña bomba y ponerla en el helicóptero. Una caja de herramientas da para mucho. Lo haría sólo por ver los titulares en prensa: vuelan un helicóptero infantil en la sala de espera del aeropuerto. ¿Escribirán helicóptero, sin más, o pondrían helicóptero/perro? ¿O buscarán un neologismo como heliperro?  Esta posibilidad me fascinaba y no puedo evitar una sonrisa autocómplice al pensar en ella. Pero no sé porqué tengo estos pensamientos. Yo soy un tipo tranquilo y además no sería sensato matar al heliperro que me da de comer.
Una vez dentro de la zona de seguridad me acerco a la aeronave. El espacio no está señalizado ni acotado, pero si nadie demuestra lo contrario, el piso donde reposa es técnicamente hablando un helipuerto. Abro la trampilla donde se oculta el cajetín de recaudación y lo reemplazo por el que traigo vacío, engraso un poco las zonas de rozamiento – apenas un chorrito de aceite multiuso - limpio el parabrisas con cristasol, le doy un besito en el hocico y me voy. La gente que se percata del beso hace como que no se sorprende porque van de cosmopolitas y la indiferencia es lo primero. Sin embargo la mayoría daría la vida por saber porqué lo hago y muchos de ellos, cuando se hayan alejado de mí, preguntarán a su pareja: ¿has visto al tío ese besando el cacharro?
Tomo el tren de regreso a casa. Gerry Taylor es un sierra-leonés de ébano que nos prepara comida picante, nos enseña inglés y limpia las zonas oscuras del piso para alegría de los 3 estudiantes internacionales con los que convivo. A cambio recibe  cama y manutención gratis. El barrio es multicultural, es decir, está petao de negros. I love it le digo a Terry solo por ver su dentadura de caballo. Por las noches, Terry es nuestro salvoconducto para atravesar los grupos que vigilan el territorio desde cada esquina. Sistemáticamente rechazo las insistentes propuestas de mi madre de “darme una vuelta por Bruselas a ver cómo te las arreglas”. De Terry se que le gustaría su musculatura de chapapote. De lo demás, nada.     
 A veces no  me compensa hacer dos viajes, me quedo en el aeropuerto y aguardo hasta las 6 de la tarde para hacer el cambio de cajetines. El Protocolo de Visibilidad de los Acreditados (AVP en sus siglas inglesas) nos prohíbe tirarnos en los butacones de las zonas de espera como lo hacen los pasajeros. Mientras portemos las credenciales al cuello, estamos obligados a caminar de prisa, con paso firme, la mirada al frente e impasible el ademán. Así que en cuanto termino la faena de las 12, me guardo el colgante en el bolsillo, saco el bocata y la bebida que escondo en la caja de herramientas y hago un picnic breve. Luego pillo tres butacones seguidos y me pego una siesta de dos horas. Y encima me pagan. No mucho,  pero lo hacen con regularidad, y esto por no mencionar el glamur del aeropuerto que tanto me pone.
El helicóptero, olvidé mencionarlo, no llega a despegar.  Simplemente se mece y da brincos, pero no se separa un milímetro del suelo. Los niños, sin embargo, creen que están volando. Con el mismo mecanismo, la empresa monta otros cacharritos con carrocería de trenes, barcos, caballitos, tractores, pero todos hacen lo mismo: mecer y brincar.  El ocuparme únicamente de este helicóptero me ha permitido especializarme en él y llegar a amarlo.
También olvidé decir- ¡qué cabeza la mía! – que soy ingeniero aeronáutico - precisamente aeronático -  y terminé un máster en el Illinois Institute of Technology. Hablo inglés, alemán, francés y estoy empezado a chapurrear flamenco de Flandes, aparte del tirititrán tan tan que traigo de fábrica. 
A pesar de haberme formado en el campo de la tecnología, heredé de mi padre una cierta habilidad para el relato y ahora, al contar lo que  estoy pasando, consigo relativizarlo y sobrevivir a esta mierda que me ha tocado en suerte.
En definitiva, sobrevivo porque puedo contarlo, o al revés que diría el otro, el que no tiene culpa de nada.

domingo, 9 de junio de 2013

VOLANDO VOY

PARA JULIO, maestro y guardián del género


El cuerpo, con seis tiros bien encajados, yacía en la pista nº 2  en un charco de sangre. La cabeza, con sus seis agujeros redondos y limpios como canicas, contemplaba el cielo despejado con ojos inexpresivos. Pero para llegar a este lamentable estado habían tenido que ocurrir varias cosas.
Dos horas antes. Aún estaban en tierra. Al pasajero del 6C, pasillo, no le pareció convincente la azafata cuando empezó a enumerar las terribles consecuencias que soportarían los  pasajeros si no tiraban de la máscara de oxígeno en el momento de la despresurización. Al carajo, tu sí que estás despresurizada, pensó el pasajero del 6C. Menos gracia le hizo que la azafata empezara a hacer aspavientos con los brazos señalando las puertas de emergencia,  y a aterrorizar al pasaje anunciando que serían inexorablemente devorados por las pirañas si caían al océano y no llevaban puesto el chaleco-flotador butano que encontrarían debajo de sus asientos. Ella misma hizo una demostración de cómo ajustarlo al cuerpo. Te sienta como el culo, dijo flojito con rabia contenida el pasajero del 6C. Mientes como una bellaca. Las pirañas no viven en el océano, son peces de agua dulce. Además, volamos sobre montañas.
La sangre le comenzó a hervir cuando la muchacha interrumpió el discurso con la lista de calamidades para decir que se encontraba fatal de la garganta, forzar un carraspeo y finalmente anunciar que el resto de amenazas podría ser consultado cómodamente en el vídeo-demo que estaba a punto de proyectar.  Y sin más, corrió las cortinas y desapareció del escenario. De inmediato un busto parlante que apareció en todas las pantallas de la cabina volvía a la carga con las máscaras, los chalecos-flotador butano y las pirañas. La gota que colmó la paciencia del pasajero del 6C llegó cuando el busto agregó de su propia cosecha: os tenéis que lanzar por la rampa lateral del avión que desplegaremos una vez procedamos a la incineración de la nave. Porque si no os portáis muy bien y acatáis sin rechistar las instrucciones de nuestro querido comandante, seremos nosotros mismos quienes prendamos fuego a la aeronave. ¡Ah¡ -  terminó el busto en tono de monja-scout - y los que esteís en mejores condiciones físicas por favor permaneced en el avión ayudando a los más débiles hasta la completa evacuación del aparato

Este mensaje final le sentó casi tan mal como que los seis tiros que pronto recibiría, y no tanto porque aquel ectoplasma de la pantalla le estuviera exigiendo que arriesgase su vida por cuatro pringaos. Lo que le exasperó de verdad es que el busto utilizara la expresión “evacuación del aparato”. Aquello olía mal.
No pudo más, se desabrochó el cinturón de seguridad, se levantó del asiento 6C y corrió por el pasillo hacia la cortina echada. De un enérgico tirón la descorrió y descubrió a la azafata afínica que se daba el lote con el sobrecargo macizo en la trastienda - por esto tenías tanta prisa por terminar la charleta ¿eh? -  la trincó por el moño y la sacó al pasillo como quien presenta una nueva marioneta en el guiñol.  La sujetó por la espalda rodeando el cuello de la muchacha con su brazo fuerte y peludo y la enfrentó al pasaje.
Ok mona. Ahora vas a decir a la peña que todo es mentira, que el infierno que nos has contado no te lo crees ni tu misma, que recibes órdenes de arriba para que nos digas que no se nos ocurra volar en otras compañías porque todas, absolutamente todas, están condenadas a hundirse en el fondo del mar, a estallar en el aire por la despresurización repentina o a arder en incendio del avión.”
El pasaje escuchaba perplejo pero muy atento. La mujer, aún cogida por el cuello, blanca, tenía los ojos, grandes como platos de nouvelle cuisine, inyectados en sangre. El silencio se podía cortar hasta con un cuchillo de plástico del menú de la Turkish. Entonces alguien al fondo rompió el hielo y gritó : “es cierto, nos quieren acojonar para que les guardemos fidelidad eterna mientras nos sacan los cuartos y ya ni siquiera nos dan un asiento numerado con la tarjeta de embarque. No hay infierno. Solo existe  en sus planes y en nuestras mentes si nos lo creemos.” Y empezó a aplaudir con fuerza. Su compañera de asiento le siguió y pronto la ovación sería unánime, cerrada y atronadora. Con el jaleo nadie se dio cuenta de que el avión se había detenido en la pista 2.

Y entonces ocurrió. Tras el hombre que abrazaba a la azafata apareció la figura enorme del comandante saliendo de la carlinga. En silencio se fue acercando lentamente a él. Estaba claro que el sobrecargo cachas le había avisado del tumulto en la cabina y del pasaje amotinado. Continuó aproximándose al cabecilla sin que este se percatara de su presencia. Sin un gesto y sin avisar levantó el revólver y descerrajó un único tiro en la nuca del hombre que se desplomó fofo como un invertebrado.  Después, sin preocuparse siquiera por la azafata recién liberada, descargó el resto del tambor en la cabeza del muerto, abrió el arma y las seis vainas vacías salieron expulsadas.  Entonces levantó la vista del fiambre y  miró desafiante al pasaje: y ahora todo cristo con el cinturón bien apretadito y el asiento el posición vertical, ordenó.


Detrás de la cortina, y sin esperar la orden porque conocía su obligación, salió otro azafato esclavo del body building y junto con el sobrecargo cachas cogieron el cadáver por la axilas y lo arrastraron por el pasillo hacia la puerta. La moqueta absorbía con rapidez el tremendo reguero de sangre. Abrieron la puerta del avión, cogieron de nuevo el cuerpo, ahora por brazos y pies, lo mecieron un par de veces y a la de tres lo lanzaron con fuerza sobre la pista. Los pasajeros de la fila izquierda contemplaron aterrorizados y en silencio como el cuerpo inerte volaba hacia el cemento,  golpeaba el suelo en silencio y quedaba tendido sobre la pista nº 2 mirando al cielo con ojos de bacaladilla. Los pasajeros de la fila derecha, sin saber exactamente qué estaba ocurriendo, se congelaron en sus asientos en posición vertical con los cinturones de seguridad bien apretados.


domingo, 19 de mayo de 2013

RODAR Y RODAR


"Una piedra del camino me enseñó que mi destino era rodar y rodar"
El Rey. José Alfredo Jiménez
Perdí la memoria tras una desgraciada caída de la bicicleta. No llevaba casco. Entonces no existían y me golpeé la base del cráneo con una piedra. Era de estreno. Mi regalo de cumpleaños. Yo no sabía montar en bici y mis primos trataban de enseñarme. Uno me sostenía por el sillín mientras otro agarraba el manillar. Dijeron "ahora" al unísono y me soltaron. No guardé el equilibrio ni un segundo. Supongo que no sentí dolor al rodar por la ladera porque la hierba era abundante y mullida. Una gran piedra detuvo mi cuerpo y mi tiempo. El accidente confirmó los peores presagios de mi padre, reacio hasta entonces a comprarme un juguete tan peligroso. Mi madre, siempre proclive a consentir los caprichos de su niño del alma, convenció a su marido y me compraron la bici para que me cayera el día del estreno. Así lo repetiría mi padre hasta el día de su muerte y ese sería el reproche de alcoba de los siguientes años de convivencia: le has comprado la bici al niño para que se caiga el día del estreno. Siempre me he preguntado si mi padre habría sentido tanto mi accidente si me hubiese caído de una bicicleta prestada. 

Como dije, los recuerdos anteriores a la piedra se borraron. También la mayoría de los posteriores. Todo lo que puedo contar sobre mi vida, lo cuento de oídas, por eso suelo decir que tengo un pasado prestado, sometido a la memoria de los otros, a la medida de sus intereses, de su necesidad de recordar y de olvidar, y por tanto mucho más incierto que el de cualquier otra persona. Me crié, dicen, en una familia sobria en los tiempos del dictador. Mis antepasados habían bebido mucho vino a lo largo de las generaciones porque el vino era el fruto de su trabajo y el único consuelo que les ofrecía el valle de lágrimas donde faenaban de sol a sol. Al abandonar los campos y llegar a la ciudad para emplearse en el astillero, mis abuelos empezaron a considerar la bebida como un vicio impropio de su nuevo estatus urbano y se volvieron taciturnos y aburridos porque no ya no podían ahogar sus penas, ahora su desarraigo, en alcohol. 

Mi hermana mayor, mi confidente, la forjadora de la mayoría de mis recuerdos, me cuenta que un día descubrí que mis vecinos del tercero izquierda, también desertores del arado, habían seguido fieles a sus tradiciones y bebían vino sin mesura, no tenían hijos de los que ocuparse y celebraban extrañas ceremonias beodas en su saloncito. También afirma que yo, lector insaciable de cuentos y fantasías, me empeñaba en decir que mis vecinos, en otro lugar o en otro tiempo habrían sido chamanes imponiendo sus manos sanadoras sobre sus vecinos y que tal vez deberíamos consultar con ellos porqué papá y mamá discutían por todo y la casa era un infierno sobre todo después del accidente. Sin embargo, en mi bloque nadie se habría dejado tocar por esa pareja borracha del tercero izquierda. Apenas nadie les saludaba en la escalera. Dice mi hermana que a ellos siempre les daba mucha alegría encontrase conmigo, metido en mi cochecito de bebé con apenas un año. Sólo se atrevían a hacerme bromas y darme mimos cuando ella, mi hermana, se encargaba de sacarme al parque cercano. Mi padres se negaban a darles los buenos días y cuando eran ellos los que me paseaban, mis vecinos apenas se atrevían a dedicarme un sonrisa furtiva. Ella y él bebían en soledad y bailaban agarrados hasta altas horas de la madrugada. Lo hacían con la música muy baja, para no molestar ni dar escándalo, a veces en silencio, hasta desplomarse y rodar por el suelo, como yo rodé por la montaña, y hasta olvidar como yo olvidé. Cuando caían terminaba el espectáculo para mí. Yo les espiaba a través del patio de luces, hasta donde podía,  con la luz apagada y escondido tras los visillos de mi casa, en el  tercero derecha. Cuando mi hermana, mucho más observadora que yo, se incorporó al espectáculo, llamó mi atención sobre la cómoda. En lugar del inevitable juego de alpaca compuesto de espejo de mano, cepillo de pelo y peine de carey, cada pieza en su bandejita también de alpaca, la cómoda estaba repleta de artefactos inidentificables pero de formas fálicas. Cadenas, grilletes y corsés de cuero colgaban de las paredes. 

Mi hermana me ha contado otras muchas historias de las cuales he sido protagonista o actor de reparto, como cuando mi padre empezó a beber para olvidar el episodio de la bicicleta de estreno o la noche en que dio la primera bofetada a mi madre entre insultos y reproches por haber accedido a mi capricho y  ser culpable de mi desgracia. Y sin embargo la visión de mis vecinos y sus danzas rituales me asalta con mayor frecuencia que ninguna otra. Trato de fijar sus caras y sus evoluciones en el saloncito, pero cuanto más me esfuerzo, más rápidamente caen al suelo y desaparecen de mi vista. Mi hermana asegura saber qué pasaba a continuación, pero yo creo que eran meras suposiciones y no me atrevo a dejar constancia escrita de lo que no he presenciado ni recuerdo.

He gastado una fortuna en médicos y terapeutas, en curanderos y sanadores, todos ellos charlatanes sacacuartos. Nadie ha sido capaz de abrirme las puertas de la memoria de modo que pueda salir a recoger los escombros de mi vida. Si hoy cuelgo en el espacio virtual estas notas, lo hago para mi propio consumo, para poder agarrarme a ellas mañana y saber que mi existencia se malogró contra una piedra del camino.

Hace tiempo que me mudé de aquel bloque. Ahora vivo solo y paso las horas muertas en un balcón con vistas al parque. Como mis antepasados, como mi padre y como mis vecinos del tercero izquierda, bebo mucho. Lo hago para recuperar mis propios recuerdos porque no me fío de los que me ha prestado mi hermana. De hecho ni siquiera estoy seguro de que esta mujer desaliñada que viene dos veces al mes a traerme las medicinas, cambiarme las sábanas y limpiar el váter y la cocina, sea mi hermana. 

miércoles, 12 de diciembre de 2012

ILHA DE TAVIRA


En cuanto pisé la isla me sentí lleno de inspiración. A cada paso me asaltaban visiones que desde el primer momento  me parecieron demasiado profundas para ser mías. Por ello me entraron las urgencias por transferir al papel lo que veía, no fuera que se me fuera el santo al cielo al paso de una sorprendente y nueva revelación. Tener una idea genial y olvidarla al instante es mi peor pesadilla. Mi segunda peor pesadilla es recordar la idea y comprobar que no era tan buena o que, mejor pensado, era un valiente desatino. Si la inspiración me llegase con frecuencia, llevaría siempre conmigo cuaderno y estilográfica como he visto hacer a mucha gente, sentada en los bancos del parque, en las estaciones de tren y en las terrazas de los cafés parisinos. Por eso, porque casi nunca se me ocurre nada genial,  tengo que recurrir a las consabidas servilletas de papel, a mis rodillas en modo mesa, y a los bolis que regalan los sindicatos. Una mierda de bolis.

Pero en la isla de Tavira la suerte me sonrió y empecé a pensar en ella como una moneda, cara y cruz, metáfora de la vida y de sus reinos gobernados por el azar. Un gran hallazgo. De inmediato me lancé a elaborar el discurso al que, por sus connotaciones marinas, denominé provisional y genéricamente plus ultra. La cara sur de la isla se enfrenta al mar abierto desde una playa desierta conquistada por olas terribles y testarudas llegadas del fin del mundo, reluciente la arena en la retirada de las aguas, horizonte curvado como el espacio y el tiempo. Y así sucesivamente. Me sentía pletórico. Ni un papel a mano. Busqué urgentemente los resguardos del billete del barco que nos llevaría de regreso a tierra firme para poder describir estos primeros golpes de luz y de paso asegurarme de que no perderíamos el último barco a Tavira. Comprendo que es prosaico preocuparse por la vuelta al hotel cuando uno está en vena, pero la isla permanece deshabitada en invierno y nada hay más desolador que pasar la noche entre hidropedales varados en una isla desierta. Un ticket de barco no da para mucho. Quise ser selectivo y trascribir lo imprescindible.  Apoyé el ticket en mi rodilla, pinché con demasiada fuerza el papelito, tuve mi tercera peor pesadilla al perforar el papel con la punta del boli de CCOO, acto fallido por excelencia, y como consecuencia retrocedí a mi  primera peor pesadilla: se me fue la idea seleccionada para ser transferida al papel y por tanto al mundo, al futuro, a mis biznietos sentados en la taza del váter leyéndome y preguntándose qué le pasaba al abuelito, maldije mi suerte, me volví a Rebeca, y de pronto, sin que ella entendiese nada y confirmando así su idea de que me estoy haciendo muy mayor a pesar de la alterofilia y los largos de piscina en verano y de que las golondrinas de la razón, de mi cabeza no volverán sus nidos a colgar, le dije pues:  mi amor, para Reyes quiero un cuaderno de notas sin usar y una estilográfica aunque sea de las modernas de cartucho. Ella me miró desazonada y  yo, sin duda impactado por su rictus de desconsuelo, recuperé por un momento la visión y por fin escribí: Sur. Cara al mar. Las olas se follan la playa. La playa, por su aspecto resplandeciente cuando la ola se retira, parece satisfecha. Cuando se va la ola quiero estar sola. Recuerda, nueva metáfora. Es cuanto pude escribir.


Buscar la cruz en la isla fue muy sencillo. Todo resulta allí previsible, como un menú de bar barato, apenas un checklist. Tenemos el embarcadero y el barco que viene y que va cargado de personas que acarrean sueños, cañas de pescar, sombrillas y neveras llenas de comida envasada del hiper. Aquí el más allá está muy cerca, apenas media milla con la marea baja. En verano me atrevería a cruzar a nado, incluso a pié. Calzando unos zapatos de goretex no creo que llegase a hundirme bajo el peso de vuestra sabiduría, abandonado,  como una piedra. Desde la cruz de la isla puedo ver luces blancas y amarillas a lo largo del paseo marítimo, fábricas de salazones y conservas, anzuelos oxidados en el suelo que pinchan bicicletas, grupos de incautos y reclamos de neón para ellos,  luego casas y después montes, y más allá nubes y atardecer. Mucho más cerca hay arenas marrones cubiertas de cañas y de algas, afluentes, alguna botella de plástico y una silla de ruedas que cría mejillones en el fondo turbio. Un Lázaro curado y eufórico arrojó su cruz a la mar inmensa. Aquí en la cruz de la isla no tengo visiones ni pesadillas ni me hacen falta el papel, las rodillas o el bolígrafo. Aquí saco fotos y más fotos pero me siento inerte y pesado.

martes, 20 de noviembre de 2012

SULTAN DE ESTAMBUL


De los viajes sólo recuerdo a los perros que he tenido el honor de conocer. Este es Sultán. Yo le he regalado el nombre. Se lo merece. Es un perro callejero que anda a su aire, sin correa ni bozal. Conoce lo más interesante de Estambul: donde se ubican los contenedores de basura de los mejores restaurantes de la ciudad. El se encarga de asignar las estrellas michelín de las sobras. Le pedí que me hiciera un tour con sus favoritos. Fue apasionante: compartimos entrecots poco hechos y solomillos de buey armenio. Luego bebimos agua de una fuente pública y le pedí posar para la foto. El es Sultán de Estambul. 

viernes, 16 de noviembre de 2012

VAQUEROS... A LA PISTA

Dios bendiga y proteja cada rincón de los verdes carriles bici que surcan estos llanos resecos. Pistas paralelas donde los cruces son imprevisibles. La vida aquí transcurre en otra dimensión. El tiempo justo para echar un vistazo fugaz a la máquina y otro al jinete. Los triciclos no abundan en la pista. Encontrarse con un vaquero en chándal a bordo de un triciclo solo puede traernos ventura y alegría en un día como este. Cualquier día. Es un buen augurio. Aupa campeón. ... y una canción para la ocasión...Cowboy of dreams 

LA CIGARRA Y YO


La flauta del afilador se llama chiflo. Me quedo un rato más en la cama, narcotizado por la repetición de la misma escala una y otra vez. Debe hacer frío ahí fuera. El cielo parece de cristal.  ¿Sábado? El afilador sólo nos visita en sábado. Al cabo de un rato consigo levantarme mientras el afilador dobla la esquina. Estoy chiflao. Me pasa con las cigarras en verano.  No consigo ver ninguna a pesar de que no dejo de oír el batir de sus tambores. Las cigarras no cantan. Samaniego mintió. Tocan los timbales en la cámara de resonancia de su abdomen. Las hembras son silenciosas. Algo parecido me pasa con el afilador. Nunca lo he visto. Sí claro, todos nos lo encontrábamos cuando éramos niños, pedaleando para hacer girar la piedra redonda, o más recientemente subido cómodamente en el ciclomotor. Siempre lanzando el chorro magnífico de chipas. Qué gran espectáculo callejero. Y gratis. Pero desde que vivo en este barrio autista, oigo la música pero no veo al hombre ni sus chispas. Hoy me he levantado resuelto a buscar al afilador. He cogido la bici y he aguzado el oído en busca del sonido mágico del chiflo. Sabueso de barrio. Me ha costado mucho localizarlo. Como la cigarra. Se oye por todos lados pero nadie sabe donde está. Cuando por fin lo he alcanzado me he llevado una tremenda decepción. No hay bicicleta, ni moto, ni chiflo… Un coche con un altavoz repite en bucle infinito un chiflido grabado. Ahora me queda la duda de si la tamborrada de las cigarras en verano también está grabada, si es una gentileza del ministerio de medio ambiente para recrear el sonido que producía la reina del verano, la extinta chicharra. 

lunes, 2 de julio de 2012

MEDITERRANEO


En su éxito Colours, Donovan Leitch, Chato de Glasgow para el mundo de la farándula, prometía no utilizar jamás la palabra libertad en vano. Yo también soy muy prudente en el uso de algunos términos. Me ocurre, por ejemplo, con el verbo detestar… demasiado rotundo, áspero, irrevocable como un portazo.   He querido documentarme sobre el término antes de sacarlo a la pista. Pensaba que detestar sería, en otra época, sinónimo de decapitar y que en algún diccionario encontraría  la siguiente entrada: Detestar: arcaico. Cortar la cabeza. Decapitar. Pero una cosa es el aroma que uno cree percibir en las palabras y otra  el sabor que – como en los melones sin calar - encuentra al abrir el diccionario. Por  ejemplo, siempre pensé que diletante significaba lento en la toma de decisiones o que bizarro era en realidad Pizarro en uno de esos días en que la barba se le volvía inexpugnable a la espuma de afeitar  y a las cuchillas más afiladas. Ni una cosa ni la otra. Lo mismo me ha ocurrido con la palabra detestar.  Una breve inmersión en internet, propia del diletante que soy, me habla del origen indoeuropeo del término, emparentado con el árbol inglés, tree, y con el testigo y el testamento romanos. El detestado es aquel que, como el árbol mudo,  permanece ajeno a los hechos que presencia, expulsado por los dioses del centro de acción, devaluado a la condición de mudo testaferro. Don Tancredo en la corte del Rey Argeo.

Para mejor comprensión, debo ilustrar el caso con algo realmente detestable y merecedor de ser arrojado  con furia y con la venia de los dioses a las tinieblas exteriores.  Sin duda lo peor son las descripciones exhaustivas de las situaciones que aparecen en algunos textos.  Y si no soy un gran lector, ni tan siquiera pequeño,  es culpa de párrafos como este: el camino, apenas un sendero trazado en el vasto páramo, se veía cubierto de cantos rodados, primorosamente seleccionados y ordenados en geométricas formas, aquí poliédricos caprichos,  allá elipses concéntricas, y aún más lejos esferas reverberantes a la luz cenital, blancos en su mayoría y formando una suerte de pétreo tapiz flanqueado – ¡¡¡atención!!! - de cipotes, rododendros y abedules cuyas hojas amarilleaban por la inesperada y excesivamente madrugadora llegada del otoño.  Por allí transitaba cabizbajo y harapiento el hombre de la barba rala e hirsuta cabellera.… Entiéndase aquí cipote en su acepción de mojón de piedra. En contra de la intención del autor, y precisamente por lo detallado de la descripción, al protagonista le llevaría toda una vida, la suya propia, llegar a entender por donde estaba transitando y si el hecho de que los cipotes y los rododendros le salieran al paso, tendría alguna consecuencia en su vida, enfrentado, como todos lo estamos, a distinguir entre lo contingente y lo necesario. De ahí su bizarro desaliño.

¿Habrá alguien a quién le importe si la alfombra estaba flanqueada por rododendros o por arbustos del inevitable boj? El autor podría haber construido un micro relato, género tan en boga,  diciendo sencillamente que  el viejo, al percatarse de sus circunstancias – el sendero de cantos rodados, los cipotes, los rododendros y los abedules -  se sumió en un caos interior del que jamás saldría.

A lo que iba, y para no perderme en el espejismo hiperrealista, simplemente diré que sucumbí a los encantos de la vida a pleno sol, por fin descalzo, en las playas del Mediterráneo al que conocí allá por los años setenta. Allí encontré unas cuantas respuestas en el viento. Tal como me había sido anunciado, escondido tras las cañas dormía mi primer amor. La tierra de Marisol, la gran bola de fuego viajando a diario de levante a poniente ante mis ojos estupefactos, los pies clavados en la arena mojada, la imagen más vívida del desarraigo. Todo contingencia. Todo necesidad. Fin del misterio.  



viernes, 11 de mayo de 2012

ELLA ME PERTENECE


“… ella tiene todo lo que necesita, ella es una artista, ella no mira hacia atrás. Ella puede sacar la oscuridad de la noche y pintar el día de negro 

Vuelvo por un instante a este amigo mío tan pesado…el de los dolores… Es buena gente, pero un poco cargante. Otra palabra de mi madre: cargante. No se si alguien más la utiliza. Me cuenta mi amigo el cargante que en otro tiempo aspiraba a ser artista, seguramente obsesionado por los enigmas encerrados en las letras de su admirado Dylan. Mi amigo siempre creyó ver algo de luz en aquel bosque inquietante donde convivían personajes tan estrafalarios como aquellos vándalos que se llevaron las mangueras de los surtidores con el hipnotizador coleccionista, o el coleccionista de hipnotizadores. Vaya usted a saber qué se había tomado esa noche Dylan. No creo que mi amigo llegara a sacar mucho en claro después de tantos años... pero en fin, él era feliz en aquella suerte de matrimonio aunque Dylan no le regalase jamás un ramito de violetas ni mucho menos de certezas. En un momento de euforia, antes de que las crisis empezaran a apretar más y más, se me vino arriba y aseguró que si Bob transitaba por el lado oscuro, él prefería el tendido de sol. Dijo entonces que había pensado sacar la luz del día y llevarla al corazón de la noche y añadió que en su último viaje a Egipto se había comprado  un anillo que emitía destellos cuando él hablaba… cosas así…. A mí todo esto me resultaba un poco patético pero también muy familiar, muy revisitado, como a él le gustaba decir a la dylanesca manera. A él, sin embargo, parecía reportarle alivio y por ello siempre lo di por bueno. 

Ahora está un poco mayor. Los dolores lo mantienen postrado y le impiden tomar altura. Dique seco dice. Tumbado en la cama mira la lámpara de 7 brazos que cuelga del techo y decide sobre diversas opciones: oveja saltando por el campo.El animalito tiene dos patas delanteras, dos patas traseras, la cola y la cabeza. No puede ser. Son 6 elementos. A la lámpara le sobra un brazo o a la oveja le falta una extremidad. Vamos a ver...una araña de siete patas… No. Demasiado fácil. 


Son muchas horas mirando al techo, hay que ser comprensivos. Me dice que ya solo espera que llegue la oscuridad y un viento helado se lleve el dolor. Aunque no deje nada a su paso. No le importa. Dice que ama las puertas de la noche, los sonidos del silencio o, en su defecto, los sonidos cristalinos de las Rickenbaker de 12 cuerdas (mi madre nunca podrá decir Rickenbacker), que sueña con cambiar la cama por el techo de una caravana y viajar tumbado, mirando las nubes y las estrellas... A pesar de que se pone un poco cargante con estas historias, yo le consuelo y le digo que eso que él desea es muy poético, que es un guerrero formidable tanto si está en pié como si pasa las horas tratando de descifrar el enigma de la lámpara en el techo, o recolectando hipnóticos, que definitivamente es un artista y sobre todo, que no mire hacia atrás. http://www.youtube.com/watch?v=UMqGqUcjYgs

martes, 17 de abril de 2012

TRUQUEMÉ

A la pregunta que todos me hacen - ¿por qué vas únicamente a exposiciones cuyos cuadros tienen marco y cristal? – siempre respondo: porque me gusta interactuar con la obra.
No soy buen paciente, ni espectador, ni lector. No puedo estar quieto o pasivo. Si el cuadro tiene cristal, este actúa como un espejo en el que me reflejo. De modo que estoy dentro y fuera del lienzo simultáneamente. Estoy dentro, como un elemento más del cuadro, oculto en el bodegón tras el manojo de cebollas, de la mano de la musa paseando despreocupado por el paisaje florido, en la marina respirando la brisa salada. Y estoy fuera, libre como el viento para hacer lo que me dé la gana… y si me apetece comer una uva del bodegón, pico y como, y si quiero tocar culo de musa, voy y toco. En el cuadro marinero puedo caminar sobre las aguas y no me hundo ante vuestra sabiduría como una piedra según cuenta Leonard Cohen que le pasó a Jesús. Si él se hubiera limitado a ir de exposiciones de cuadros con cristal otro gallo habría cantado, o simplemente se habría comido al gallo del bodegón de caza…desde fuera del cuadro, interactuando. … ¡¡¡ Y no habría Conferencia Episcopal!!!.
Yo, en cambio, sigo paseando por las aguas y si me canso, subo a la barca y charlo con Pedro o curioseo en las redes a ver que han sacado los pescadores. Como los jubilados en las obras !Coño ¡ Besugo…! y de buen tamaño… y así soy uno más en el lienzo… y todo desde fuera. Más complicado lo tengo ante la abstracción. ¿Qué hacer ante un Kandinsky? ¿Difícil eh? Aquí normalmente hago gimnasia rítmica o juego al truquemé y salto del círculo al triángulo o de la raya horizontal a la vertical. Yo comprendo que estos movimientos sorprenden un poco a los demás asistentes. Algunos se alejan de mí asustados. Pero en cuanto pillan de qué va la historia de los saltitos, pierden la vergüenza y empiezan ellos también a interactuar con los cuadros. Y así la solemne y aburrida exposición, se convierte en un fiestón en el que todos y todas se integran en sus obras favoritas. Anímate. El directo es la vida.

lunes, 9 de abril de 2012

EL MISMO BILBAO 2/2

Acababa de vivir mi primer terremoto. Seis con uno de la escala Richter anunciaría al día siguiente la televisión. Aunque allí estén acostumbrados a los temblores, el hecho de que mereciera unos minutos en el telediario japonés me hizo pensar que aquel meneo había sido algo más que la prescindible gentileza del hotel hacia sus huéspedes internacionales. Me consta que en algunos hoteles del centro de Tokio, escondido bajo el mostrador y al alcance exclusivo del recepcionista, existe un botón que activa leves sacudidas del edificio para regocijo de los turistas. Ya lo habían ensayado en el Titanic con los icebergs pero se les fue la mano con el volumen de hielo oculto bajo el agua. Ya se sabe, la punta del iceberg es engañosa. No era el caso. Esto era un terremoto-terremoto. Casi me parto la crisma al precipitarme por la escalera de emergencia desde el piso 22 al lobby. Llegué descompuesto pero todo parecía en orden, envuelto en una calma como de “Noche de Paz”. Suaves murmullos, charlas animadas y musho shushi en las mesas del restaurante. El recepcionista pronunció la palabra “normal” en varias versiones para asegurarse de que yo había entendido que aquello era normal. No obstante salí a la calle aún inquieto y ansioso por llamar a mi madre y contarle la experiencia. Cuando por fin ella contestó, y sin darme ninguna opción de contar mi historia, me hizo la pregunta de rigor, aquella que rompe el fuego en todas nuestras conversaciones: ¿qué tiempo os hace por allí? La misma pregunta que yo escuchaba al llegar al pueblo de veraneo (a su pueblo) después de un largo viaje en el coche de línea, allá en los lejanos veranos de la adolescencia. ¿Qué tiempo os hace? Ahora estaba en Tokio, pero recuerdo haber llamado desde Ashgabat o desde Gomel y haber recibido el mismo saludo: ¿Qué tiempo os está haciendo? Y ahora me extrañaba que lo formulase en plural porque yo viajaba solo. ¿Quiénes serían aquellos otros compañeros a los que se refería mi madre? ¿Tal vez los 15 millones de habitantes de Tokio? Y ¿qué significado oculto se escondía en su formulación? ¿No habría sido más lógico preguntar directamente: qué os está haciendo el tiempo? Así podríamos responder con rotundidad: el tiempo nos está dando por el saco muchísimo, si fuese el caso que durante nuestro fin de semana en la playa al cielo le diese por vestirse de gris.

Vuelvo a Tokio. Móvil pegado a la oreja y madre al otro lado del mundo. ¿Qué tiempo os está haciendo? Entonces miro al cielo y veo unas nubes grises bien perfiladas que me recuerdan los abdominales ondulados de un adicto al fitness. No me atreví a compartir con ella esta imagen que por un momento me pareció afortunada. Entonces suelto de forma atropellada: un terremoto. Ha habido un terremoto mientras trabajaba en el hotel. Y ella dice: vaya por Dios. Pues a ver si mañana levanta. Levantar el tiempo. Otra de sus frases. En el contexto que ella lo utiliza significa mejorar, hacer bueno, sapore di sale, sapore di mare, cosas así. Rebobino. Mamá, he vivido un terremoto en el piso 22 del hotel mientras escribía un email. Vaya por Dios. A ver si mañana os hace bueno. ¿A quienes? Ahora pienso que se refiere a mí en primer lugar pero también, y generosamente, a los 130 millones de japoneses que me rodean. Porque mi madre seguramente piensa que los tokiotarras, como los bilbainos, están poseídos por esta pasión desmesurada por escrutar los designios del cielo, hablar del tiempo a todas horas y hacer pronósticos, como quien, condenado a vivir en un ascensor, se ve obligado a sacar temas de conversación con todos los vecinos que suben y bajan. Y es que en Bilbao un terremoto no es fenómeno sismológico sino atmosférico. Me parece que mañana tendremos tiempo seco y soleado con sunamis ocasionales, comento al vecino que se sube en el cuarto. No se, no se, responde, he visto unos nubarrones con muy mala sombra que pueden traer chubascos dispersos y temblores moderados.

He pensado muchas veces en estas salidas suyas, las de mi madre, y a pesar del aparente dislate, creo que están muy meditadas y persiguen un objetivo tranquilizador, paliativo, y gozan de un misterioso poder taumatúrgico. Con sólo oír su voz preguntando por el tiempo, se conjuran los maleficios de la peor pesadilla en que uno pueda encontrarse allá en Terrorkistán. Y en esta ocasión, además, su breve discurso resultó ser profético, porque al día siguiente, como ella esperaba, levantó y brilló el sol naciente sobre Tokio y la tierra estuvo más quieta que Don Tancredo ante el morlaco.
Es mi madre. También del mismo Bilbao.

http://www.youtube.com/watch?feature=player_embedded&v=Bx4gd67LQ9I

jueves, 2 de febrero de 2012

EL MISMO BILBAO 1/2

¿Por dónde empezar? Por las lecturas. Creo recordar, no sin esfuerzo, que en aquel tiempo, en mi casa, lo que había era el Reader's Digest y la Gaceta del Norte. No puedo precisar cuando entraron los 6 volúmenes lujosamente ilustrados de las Crónicas del Ojo de Buey o el mini Espasa de 10 tomos prestos a responder unas consultas que nunca haríamos. Toda esa estantería, la de los lomos de grana y oro, podía haber sido de papel pintado, de pega. La Gaceta era real como la Alhóndiga, la de los hombres trasegando vinos o como el puente de Deusto, sus fauces abiertas al paso de los mercantes. Un periódico indómito por sus dimensiones colosales. Quien haya lidiado y finalmente domado una Gaceta del Norte, podría hoy sentarse en la taza del váter y pasar con gracia y donaire las páginas del ABC con su mano izquierda mientras con la derecha compone mensajes de texto a sus amigos:
Hola a todos. Saludos desde el trono. De vez en cuando levanto la vista del ABC y me miro en el espejo pero no consigo ver mi aura a pesar de haberme leído el manual de Mahirishi Dabutevananda y por ello no puedo avanzar más en el tema del que venimos hablando últimamente:el aura y sus lecturas. I miss you.
El periódico de mis sueños, de este sueño, llegaba doblado y cómodamente asentado en el inmenso bolsillo de la gabardina de "El Búfalo" que mi padre se compró en rebajas. Entonces se utilizaba más el término liquidaciones. Sospecho que mi padre había pasado a mayores con ellas y las llamaba, familiarmente, las liquis. Tenía dos gabardinas de las liquis. Una con corte de abrigo, muy simple y otra plagada de hebillas, cinturones, tirantas, solapas y cuellos descomunales, solo aptas para cabezones. Estaban de moda y todos se atrevían con ellas. La Gaceta prefería el bolsillo de ésta. Humphrey Bogart y Robert Mitchum las habían popularizado. Sin embargo no eran exactamente iguales a las de “El Búfalo”. Yo pasaba horas buscando las diferencias. Las de Bilbao no tenían ese desaliño de las películas. Estaban como almidonadas, tiesas, acartonadas, sin ese encanto canalla que tanto nos gusta. Alguna vez me probé la gabardina de mi padre y me sentí muy extraño, alienado, como si estuviera dentro de un traje de buzo tal vez de astronauta. Decía mi madre que eran muy ponibles. Pobrecilla.
Podríamos concluir –porque hay que concluir con este tema - estableciendo un paralelismo fácilmente comprensible: las gabardinas de Humphrey Bogart eran como las Fender y las de El Búfalo como las Jomadi que vendía Jomadi en la Calle Ávila. A buen entendedor…..
Por su parte el Readerdiges o Royerdaiyes o Raiderrider, incluso el Roy Rogers - según que lo pronunciara mi madre, mi padre, el abuelo o mi hermano mayor aficionado a los tebeos de vaqueros - lo traían cada 30 noches unos ángeles del cielo americano, el más azul de los cielos. Entraban por la ventana como lo hacían el Ratón Pérez o Los Reyes Magos, y dejaban la revista en la alcoba matrimonial, adquiriendo ésta unos tonos pastel que yo identificaba como de Houston. Creo que les poníamos unas copitas de Centerario Terry para calentarles el viaje de regreso a sus bases en Arizona, tierra de ovnis donde las haya. Los mensajeros de Eisenhower observadores de la ley seca, dejaban las copas intactas y siempre olvidaban cerrar las ventanas y así, durante el resto de la noche, los visillos flotarían a merced del viento mientras el Reader's Digest, bañado por un rayo de luna, descansaría feliz sobre la cómoda junto a la crema Pons de Día, Pons de Noche y las sortijas episcopales de mi madre.

Me gustaban los consejos de supervivencia que siempre aportaba el RD. Scoutting , trekking y hiking a mansalva. Instrucciones precisas sobre las mil formas de hacer nudos marineros elementales pero capaces de mantener el Titanic amarrado a los bolardos de Santurce a pesar de la galerna o cómo protegerse de los rayos si la tormenta te pillaba en descampado.
¿Perdido en el desierto sin cantimplora? ¿Te vas a preocupar por una nadería como esta? Al contrario, disfruta la aventura. Un plástico transparente extendido sobre la arena - gracias a nosequé efecto de la condensación de micropartículas de vapor de H2o - te proporcionará hectómetros de agua cristalina. En Arizona, sólo los tontos y los marcianos se mueren de sed.
Las ilustraciones al estilo de Norman Rockwell estaban a la altura de las historias. Botes atestados de náufragos capean la tempestad. Unas manos curtidas trenzan mil nudos marineros. Un mal rayo parte en dos a un granjero cuyo parecido con Fidel Castro es extraordinario. En el desierto de Atacama, 50 grados, un desgraciado extiende un plástico sobre la duna, convencido de que pronto se dará un baño.
Continuará