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PARA ARIADNA. PARA EMPEZAR
Hola, soy Marcos. Marquitos en casa. Hasta hace poco vivía feliz en el hogar familiar. Clase media-media emergida de la baja-baja en los años del desarrollo. Nunca faltó de nada, pero tampoco se despilfarró. Aunque a veces me resultara odiosa, debo reconocer que admiraba secretamente la austeridad de mis padres en la administración de la breve economía doméstica, un rigor contable que ellos traían aprendido de la pobreza en la que vivieron sus propios padres.
Hace unos meses que la crisis me echó del nido, reproduciendo la historia de mi abuelo cuando huyó del pueblo porque dos vacas, un prado y una fanega de tierra de labor no daban abasto a ocho bocas. Podemos concluir, por ello, que en la historia familiar hemos retrocedido dos casillas. Nadie tiene la culpa, claro.
Soy urbano. No he llegado a conocer los veranos en el pueblo, aunque el verbo veranear me trae no se qué nostalgias. Soy de bloque, de metro y pertenezco a una tribu urbana identificable. Da igual cuál de ellas, todas están contagiadas de gregarismo. Eso dice mi padre que no tiene puta idea de nada, que piensa que gregario es un seguidor del papa Gregorio - de cualquiera de ellos - y que me pone de los nervios cuando se lanza a enumerar las dichosas tribus con pretensiones sociológicas: punkies, góticos, skaters… que escalofríos. No me ha costado demasiado acostumbrarme al ritmo que impone Bruselas y me la pela si no veo el sol en todo el invierno. A fin de cuentas cuando estaba en casa era ave nocturna y el día lo pasaba encerrado en el cuarto con el ordenador, mirando temas propios de mi tribu urbana que diría mi padre, ahora con manifiesta mala baba. De sol y naturaleza, más bien poco. Como digo, ni veraneaba en el pueblo ni falta que hacía.
Aquí soy Marc y he conseguido un buen trabajo. Mantengo los cacharritos infantiles del aeropuerto. En realidad sólo hay uno: un helicóptero/perro azul con gorra amarilla, unos ojos pegados al parabrisas, y un hocino y una sonrisa pintados en la boca. Un euro en la ranura da derecho a dos viajes. Dos euros, cuatro viajes. La compañía no oferta tarifas especiales por viajero frecuente, ni planes de puntos ni nada. Así son las cosas en la capital de Europa. Dos más dos son cuatro y a mamar.
Aquí soy Marc y he conseguido un buen trabajo. Mantengo los cacharritos infantiles del aeropuerto. En realidad sólo hay uno: un helicóptero/perro azul con gorra amarilla, unos ojos pegados al parabrisas, y un hocino y una sonrisa pintados en la boca. Un euro en la ranura da derecho a dos viajes. Dos euros, cuatro viajes. La compañía no oferta tarifas especiales por viajero frecuente, ni planes de puntos ni nada. Así son las cosas en la capital de Europa. Dos más dos son cuatro y a mamar.
No es un mal curro. Tengo que ir al aeropuerto dos veces al día. A las 12 de la mañana y a las 6 de la tarde. Entonces doy de mano, como todo cristo en Bruselas. Viajo en tren hasta el aeropuerto y vuelta. Nada más llegar a la entrada, me cuelgo la credencial al cuello. Entonces me da el subidón. Estar acreditado y pasear por los suelos acristalados con la tarjeta plastificada con el nombre bien visible es lo más a lo que uno puede aspirar en un aeropuerto. Claro que mi deambular solitario no es comparable con el poderío de esas tripulaciones encabezadas por gigantescos comandantes escandinavos, titanes de los cielos, galones y entorchados de oro, seguidos por un ejército de sobrecargos y azafatas embutidas en trajechaquetas y taconeando con garbo su camino hacia el embarque a Helsinki. Un desfile posmoderno tirando de troleys. Nada que ver, como digo, con mi paseo discreto, con mi caja de herramientas y el cajetín de recaudación de recambio bajo el brazo. Pero prefiero esta libertad de llanero solitario caminado a mi bola por este terreno pulimentado. ¿Quién da más?
Luego paso por el arco de seguridad saludando a los securatas que ya me conocen y se relajan en la inspección. Si me lo propongo podría ir metiendo poco a poco los componentes necesarios para montar una pequeña bomba y ponerla en el helicóptero. Una caja de herramientas da para mucho. Lo haría sólo por ver los titulares en prensa: vuelan un helicóptero infantil en la sala de espera del aeropuerto. ¿Escribirán helicóptero, sin más, o pondrían helicóptero/perro? ¿O buscarán un neologismo como heliperro? Esta posibilidad me fascinaba y no puedo evitar una sonrisa autocómplice al pensar en ella. Pero no sé porqué tengo estos pensamientos. Yo soy un tipo tranquilo y además no sería sensato matar al heliperro que me da de comer.
Una vez dentro de la zona de seguridad me acerco a la aeronave. El espacio no está señalizado ni acotado, pero si nadie demuestra lo contrario, el piso donde reposa es técnicamente hablando un helipuerto. Abro la trampilla donde se oculta el cajetín de recaudación y lo reemplazo por el que traigo vacío, engraso un poco las zonas de rozamiento – apenas un chorrito de aceite multiuso - limpio el parabrisas con cristasol, le doy un besito en el hocico y me voy. La gente que se percata del beso hace como que no se sorprende porque van de cosmopolitas y la indiferencia es lo primero. Sin embargo la mayoría daría la vida por saber porqué lo hago y muchos de ellos, cuando se hayan alejado de mí, preguntarán a su pareja: ¿has visto al tío ese besando el cacharro?
Tomo el tren de regreso a casa. Gerry Taylor es un sierra-leonés de ébano que nos prepara comida picante, nos enseña inglés y limpia las zonas oscuras del piso para alegría de los 3 estudiantes internacionales con los que convivo. A cambio recibe cama y manutención gratis. El barrio es multicultural, es decir, está petao de negros. I love it le digo a Terry solo por ver su dentadura de caballo. Por las noches, Terry es nuestro salvoconducto para atravesar los grupos que vigilan el territorio desde cada esquina. Sistemáticamente rechazo las insistentes propuestas de mi madre de “darme una vuelta por Bruselas a ver cómo te las arreglas”. De Terry se que le gustaría su musculatura de chapapote. De lo demás, nada.
A veces no me compensa hacer dos viajes, me quedo en el aeropuerto y aguardo hasta las 6 de la tarde para hacer el cambio de cajetines. El Protocolo de Visibilidad de los Acreditados (AVP en sus siglas inglesas) nos prohíbe tirarnos en los butacones de las zonas de espera como lo hacen los pasajeros. Mientras portemos las credenciales al cuello, estamos obligados a caminar de prisa, con paso firme, la mirada al frente e impasible el ademán. Así que en cuanto termino la faena de las 12, me guardo el colgante en el bolsillo, saco el bocata y la bebida que escondo en la caja de herramientas y hago un picnic breve. Luego pillo tres butacones seguidos y me pego una siesta de dos horas. Y encima me pagan. No mucho, pero lo hacen con regularidad, y esto por no mencionar el glamur del aeropuerto que tanto me pone.
El helicóptero, olvidé mencionarlo, no llega a despegar. Simplemente se mece y da brincos, pero no se separa un milímetro del suelo. Los niños, sin embargo, creen que están volando. Con el mismo mecanismo, la empresa monta otros cacharritos con carrocería de trenes, barcos, caballitos, tractores, pero todos hacen lo mismo: mecer y brincar. El ocuparme únicamente de este helicóptero me ha permitido especializarme en él y llegar a amarlo.
También olvidé decir- ¡qué cabeza la mía! – que soy ingeniero aeronáutico - precisamente aeronático - y terminé un máster en el Illinois Institute of Technology. Hablo inglés, alemán, francés y estoy empezado a chapurrear flamenco de Flandes, aparte del tirititrán tan tan que traigo de fábrica.
A pesar de haberme formado en el campo de la tecnología, heredé de mi padre una cierta habilidad para el relato y ahora, al contar lo que estoy pasando, consigo relativizarlo y sobrevivir a esta mierda que me ha tocado en suerte.
En definitiva, sobrevivo porque puedo contarlo, o al revés que diría el otro, el que no tiene culpa de nada.
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