"Una
piedra del camino me enseñó que mi destino era rodar y rodar"
El
Rey. José Alfredo Jiménez
Perdí la memoria tras una desgraciada caída de la
bicicleta. No llevaba casco. Entonces no existían y me golpeé la base del
cráneo con una piedra. Era de estreno. Mi regalo de cumpleaños. Yo no sabía
montar en bici y mis primos trataban de enseñarme. Uno me sostenía por el
sillín mientras otro agarraba el manillar. Dijeron "ahora" al unísono
y me soltaron. No guardé el equilibrio ni un segundo. Supongo que no sentí
dolor al rodar por la ladera porque la hierba era abundante y mullida. Una gran
piedra detuvo mi cuerpo y mi tiempo. El accidente confirmó los peores presagios
de mi padre, reacio hasta entonces a comprarme un juguete tan peligroso. Mi
madre, siempre proclive a consentir los caprichos de su niño del alma,
convenció a su marido y me compraron la bici para que me cayera el día del
estreno. Así lo repetiría mi padre hasta el día de su muerte y ese sería el
reproche de alcoba de los siguientes años de convivencia: le has comprado la
bici al niño para que se caiga el día del estreno. Siempre me he preguntado si
mi padre habría sentido tanto mi accidente si me hubiese caído de una bicicleta
prestada.
Como dije, los recuerdos anteriores a la piedra se
borraron. También la mayoría de los posteriores. Todo lo que puedo contar sobre
mi vida, lo cuento de oídas, por eso suelo decir que tengo un pasado prestado,
sometido a la memoria de los otros, a la medida de sus intereses, de su
necesidad de recordar y de olvidar, y por tanto mucho más incierto que el de
cualquier otra persona. Me crié, dicen, en una familia sobria en los tiempos
del dictador. Mis antepasados habían bebido mucho vino a lo largo de las
generaciones porque el vino era el fruto de su trabajo y el único consuelo que
les ofrecía el valle de lágrimas donde faenaban de sol a sol. Al abandonar los
campos y llegar a la ciudad para emplearse en el astillero, mis abuelos
empezaron a considerar la bebida como un vicio impropio de su nuevo estatus
urbano y se volvieron taciturnos y aburridos porque no ya no podían ahogar sus
penas, ahora su desarraigo, en alcohol.
Mi hermana mayor, mi confidente, la forjadora de la mayoría
de mis recuerdos, me cuenta que un día descubrí que mis vecinos del tercero
izquierda, también desertores del arado, habían seguido fieles a sus
tradiciones y bebían vino sin mesura, no tenían hijos de los que ocuparse y
celebraban extrañas ceremonias beodas en su saloncito. También afirma que yo,
lector insaciable de cuentos y fantasías, me empeñaba en decir que mis vecinos,
en otro lugar o en otro tiempo habrían sido chamanes imponiendo sus manos
sanadoras sobre sus vecinos y que tal vez deberíamos consultar con ellos porqué
papá y mamá discutían por todo y la casa era un infierno sobre todo después del
accidente. Sin embargo, en mi bloque nadie se habría dejado tocar por esa pareja
borracha del tercero izquierda. Apenas nadie les saludaba en la escalera. Dice
mi hermana que a ellos siempre les daba mucha alegría encontrase conmigo,
metido en mi cochecito de bebé con apenas un año. Sólo se atrevían a hacerme
bromas y darme mimos cuando ella, mi hermana, se encargaba de sacarme al parque
cercano. Mi padres se negaban a darles los buenos días y cuando eran ellos los
que me paseaban, mis vecinos apenas se atrevían a dedicarme un sonrisa furtiva.
Ella y él bebían en soledad y bailaban agarrados hasta altas horas de la
madrugada. Lo hacían con la música muy baja, para no molestar ni dar escándalo,
a veces en silencio, hasta desplomarse y rodar por el suelo, como yo rodé por
la montaña, y hasta olvidar como yo olvidé. Cuando caían terminaba el
espectáculo para mí. Yo les espiaba a través del patio de luces, hasta donde
podía, con la luz apagada y escondido tras los visillos de mi casa, en el
tercero derecha. Cuando mi hermana, mucho más observadora que yo, se
incorporó al espectáculo, llamó mi atención sobre la cómoda. En lugar del
inevitable juego de alpaca compuesto de espejo de mano, cepillo de pelo y peine
de carey, cada pieza en su bandejita también de alpaca, la cómoda estaba
repleta de artefactos inidentificables pero de formas fálicas. Cadenas,
grilletes y corsés de cuero colgaban de las paredes.
Mi hermana me ha contado otras muchas historias de las
cuales he sido protagonista o actor de reparto, como cuando mi padre empezó a
beber para olvidar el episodio de la bicicleta de estreno o la noche en que dio
la primera bofetada a mi madre entre insultos y reproches por haber accedido a
mi capricho y ser culpable de mi desgracia. Y sin embargo la visión de
mis vecinos y sus danzas rituales me asalta con mayor frecuencia que ninguna
otra. Trato de fijar sus caras y sus evoluciones en el saloncito, pero cuanto
más me esfuerzo, más rápidamente caen al suelo y desaparecen de mi vista. Mi
hermana asegura saber qué pasaba a continuación, pero yo creo que eran meras
suposiciones y no me atrevo a dejar constancia escrita de lo que no he
presenciado ni recuerdo.
He gastado una fortuna en médicos y terapeutas, en
curanderos y sanadores, todos ellos charlatanes sacacuartos. Nadie ha sido
capaz de abrirme las puertas de la memoria de modo que pueda salir a recoger
los escombros de mi vida. Si hoy cuelgo en el espacio virtual estas notas, lo
hago para mi propio consumo, para poder agarrarme a ellas mañana y saber que mi
existencia se malogró contra una piedra del camino.
Hace tiempo que me mudé de aquel bloque. Ahora vivo solo y
paso las horas muertas en un balcón con vistas al parque. Como mis antepasados,
como mi padre y como mis vecinos del tercero izquierda, bebo mucho. Lo hago
para recuperar mis propios recuerdos porque no me fío de los que me ha prestado
mi hermana. De hecho ni siquiera estoy seguro de que esta mujer desaliñada que
viene dos veces al mes a traerme las medicinas, cambiarme las sábanas y limpiar
el váter y la cocina, sea mi hermana.