Vuelvo a la vieja Delhi solo por
comprobar si la paciencia ha dado sus frutos y has logrado que el carnicero te lance
uno de esos pajaritos fritos empalados y colgados del techo. Recuerdo que al volver
cada noche al hotel, allí estabas, en la esquina, con plaza fija, inmóvil, intemporal, eterno, como
casi todo lo que te rodeaba. Nunca, ni siquiera cuando te fotografié por la espalda, te diste cuenta de que yo te observaba con
admiración y con un punto de envidia. Incapaz de dominar la ansiedad, la
zozobra y el miedo, lo dejaría todo si con la renuncia y el abandono pudiera
alcanzar tu paciencia infinita, tu perseverancia en el camino, tu poder de
concentración y tu indiferencia ante todo lo que no sean esos deliciosos pajaritos
colgados del techo. Te parecerá absurdo que haya venido desde tan lejos sólo
por cerciorarme de que aún sigues en la
esquina y de que tengo alguna posibilidad de continuar
el aprendizaje a tu lado. Tengo miedo - otra vez el miedo - de que, al caer la tarde, cuando la ciudad se tiende perezosa al sol rojo para estallar en colores y el caos sinfónico inunde las
calles, ya no estés en la esquina. No sabría donde buscarte en este laberinto de callejones donde siempre seré un extraño si no te encuentro. Esta ciudad. Tu ciudad.