viernes, 26 de septiembre de 2014

LA CIGARRA Y LA HORMIGA REVISITED

La resaca me impedía ver el lado alegre de la vida y sus regalos, de modo que el intenso olor a carne guisada que entraba por la ventana del patio y que en otro momento me habría impulsado hacia la nevera, hoy me levantaba el estómago.
Era miércoles, mi día vegetariano, y aunque no tendría que probar la carne en todo el día, quise romper la disciplina para superar la repulsión que me producía el aroma del patio. Entré en la carnicería y pedí la vez. Tanto me daba falda que costilla que filete cuando descubrí una bandeja repleta de orejas de cerdo. Cuando llegó mi turno tenía la decisión tomada. Compré todas las orejas porque Rebe me había asegurado que eran  ideales para hacer prácticas de tatuaje y porque durante la espera había recordado que mi vecino del rellano es un artista con las agujas. 

Le sucede con frecuencia que en el vacío de la noche tenga un golpe de inspiración y que no acierte a encontrar piel humana disponible. En su cuerpo ya no queda espacio ni para una mosca. Es un artista del tatuógrafo. Necesita carne fresca y tiene que tenerla ya. Yo, salvando las distancias, también suelo tener mis momentos de lucidez y hoy, durante la espera en la carnicería, he tenido la inspiración y los reflejos  necesarios para ordenar un plan que, sin orejas de cerdo, no es viable.
Esta noche se presentarán en tu puerta las musas y te mostrarán un hada huyendo de su jaula, un diseño de ensueño que grabarías de inmediato en una orgía de tinta y sangre...si tuvieras un soporte donde plasmarlo.  Casualidades de la vida: tengo la nevera rebosante de orejas de cerdo tan ideales como dijo Rebe. Me ofreces una importante cantidad de dinero por unas cuantas piezas. Quiero el doble. Dudas. Te recuerdo que las musas lo mismo vienen que van. Mientras calculas, quieres aferrarte al modelo que has visto fugazmente pero este se va desdibujando como una nube y cada vez se parece menos a nada. Te urge hacerte con las orejas. No sé si tengo suficiente, por favor, dame las orejas rápido, gimes. Sólo si me entregas todo lo que llevas encima, la panoja, el reloj y la sortija de oro. Por fin te vacías los bolsillos temblando, sueltas el omega y casi te arrancas el dedo para sacarte el anillo con el gran sello familiar que no te has quitado desde que murió tu padre. Ahora sí: toma tus orejas y vete. ¡Ah!,  un consejo gratis: cambia de barrio que aquí hay mucho chorizo.

Mi vecino sale corriendo hacía su piso pero en medio del rellano se gira para decirme que el dibujo se ha esfumado y que ya no necesita las orejas de cerdo. Pretende que le devuelva el botín.

- Eres un capullo. Encima de que te he enseñado una lección... Consuélate: siempre podrás hacer un guiso de orejas que aportan hierro y sodio, minerales de los que se nutre la inspiración. Pero, por favor, cierra la ventana de la cocina.

Me dirijo a la nevera en busca del primer Campari helado del día.