Os preguntaréis quién soy y qué es lo que contemplo desde mi pedestal, impávida, con el brazo en jarras y las tetas al aire, más chula que un ocho. Os lo voy a decir: me llamo Claudia, como las ciruelas, y regento un bareto de copas en Santiponce, frente a las ruinas de Itálica. Y esto es precisamente lo que estoy contemplando, o más bien vigilando por si algún julai entra en el recinto arqueológico con aviesas intenciones expoliadoras. Un mosaico se enrolla como una alfombra y un exvoto cabe en el bolsillo del móvil. Los ratos que me deja libre la barra del garito me salgo a la puerta y me quedo ahí fuera como si fuera una estatua para que los ladrones se confíen. Es entonces cuando pego el salto y dejo caer todo mi peso sobre el desgraciado que ha osado entrar en la ruinas. Luego llamo a los securatas que se ocupan de hacer la entrega del chorizo en el cuartelillo y poner la denuncia. Desde que me he hecho cargo de la vigilancia de Itálica los securatas se han relajado hasta lo indecible. Se quedan dormidos en el coche patrulla o se esconden a fumar porros entre los olivos. Alguno ha habido que se ha mosqueado cuando les he avisado de una nueva captura. Así está el país. Y luego dirán que hay mucho paro. Y mientras tanto, yo velando por la conservación del legado Trajano, Adriano y Teodosio sin cobrar un céntimo.